¿En qué momento se jodió México? entrada original de Alejandro Rosas

La entrada a continuación fue publicada originalmente por el historiador Alejandro Rosas en su pagina de Tumblr este es un copy and paste, ve a la entrada original y leela ahí mismo, sigue a este magnifico historiador y aprende mas sobre la verdadera historia de tu país.

Texto de Alejandro Rosas.

Esta es la introducción que forma parte de mi ensayo para el libro “El México que nos duele” (Planeta, 2011), que escribí en coautoría con mi amigo Ricardo Cayuela.

¿En qué momento se jodió México?

«Durante los primeros meses a todo el mundo le parecía encantador el nuevo gobierno, pero toquen alguna cosa, pongan manos a la obra y se les maldecirá. Es la nada que no quiere ser destronada… la nada es una sustancia manejable, pero en este país, al contrario, se tropieza uno con ella a cada paso y es granito, es más poderosa que el espíritu humano y solamente Dios podría doblegarla. Fue menos difícil erigir las pirámides de Egipto que vencer la nada mexicana”.
Carlota de Bélgica
En 1969, Mario Vargas Llosa publicó su novela Conversación en la catedral e hizo célebre la pregunta “¿en qué momento se jodió el Perú?” Yo nací ese mismo año, cuando la Revolución Mexicana cumplía 59 años y el llamado milagro mexicano agonizaba sin remedio; sus estertores anunciaban el inicio de las crisis que terminaron por hundir al país en la desesperanza y en la frustración. ¿En qué momento se jodió México, si cuando yo nací ya estaba jodido?
Crecí mirando a mis papás ejercer su derecho al voto, a pesar de que, por entonces, valía poco o nada. Acudían religiosamente a las urnas, más como un acto de fe que como un ejercicio cívico; los dados siempre estaban cargados así que no había lugar para milagros. ¿Para qué votamos? Se preguntaba gran parte de la sociedad cuando solo había lugar para el mismo resultado: carro completo.
Me inculcaron el amor a una patria imaginaria que estaba por encima de lo que el sistema político había construido: una oprobiosa simulación de República. En esa patria imaginaria, la noche del grito era una entrañable reunión familiar, ajena por completo a la retórica patriotera o a los “gritos” de coyuntura como “¡Viva el tercer Mundo”! de Echeverría; la bandera tenía un significado profundo a pesar de haber sido expropiada para estampar sus colores en el logotipo del partido oficial que había dejado que la Patria se desmoronara en sus manos. Podía sentirme orgulloso de que la familia guardara un pasado revolucionario que no tenía relación con la revolución que había desvirtuado el propio sistema.
Mis abuelos fueron burócratas –un telegrafista y un ferrocarrilero-, hombres longevos que conocieron la efímera bonanza económica los años cincuenta y sesenta, pero que llegaron al final de sus vidas con ínfimas pensiones, devaluadas a cada minuto por las recurrentes crisis. Ambos se llevaron a la tumba lo que traían puesto y su conciencia tranquila tras haber sorteado el pantano de la corrupción en el servicio público. Como todos los mexicanos, durante el último cuarto del siglo XX, abuelos, padres e hijos aprendimos a sobrevivir a nuestros gobernantes, a los de antes y a los de ahora.
La construcción de esa Patria idílica en mi imaginario –inculcada en el seno familiar y permeada por la historia oficial, a la que nadie pudo escapar-, me llevó a convertirme en historiador por vocación, por pasión y por gusto. Comencé por la historia de bronce: creí en los héroes, enarbolé sus banderas con orgullo casi dogmático y detesté a los villanos, pero con el tiempo, cuando tuve acceso a las distintas interpretaciones construidas dentro del ámbito académico, los mitos se derrumbaron frente a mis ojos y no sin cierto desconsuelo pude confrontar la realidad mexicana con un pasado distinto al que nos habían contado y en el que nos habían adoctrinado.
Dicen que el historiador es un profeta del pasado. Desde los fastos de la historia planteo esta interpretación de nuestra realidad actual. Más allá de los lugares comunes o de los determinismos que sostenía la historia oficial para justificar nuestro comportamiento como sociedad, el conocimiento de la historia se convierte en un instrumento fundamental para encontrar los porqués de nuestro fracaso histórico e intentar definir los hacia dónde.
En las últimas cuatro décadas me ha tocado vivir esa historia ambivalente que oscila entre el autoritarismo de antes y la democracia de ahora; no hemos podido transitar hacia la construcción definitiva de una sociedad moderna porque continuamos arrastrando lastres de nuestro pasado inmediato.
Como ciudadano he sido testigo y protagonista de la transición democrática al más puro estilo mexicano: inconsistente, desordenada, a medias, pero que se sostiene, que busca echar raíces contra todo y contra todos y se levanta como una alternativa para construir un Estado viable, a pesar de la falta de miras y la mediocridad de los actores políticos de los últimos cuarenta años.
Aunque la memoria histórica suele ser corta –salvo para quienes compartimos la vida cotidiana con el pasado-, no hay lugar para añorar otros tiempos porque en ellos se construyó el entramado de corrupción e impunidad que hoy tiene paralizado al país; tampoco hay lugar para seguir construyendo un presente que no lleva hacia ningún lado. A través de la memoria histórica podemos reencontrar el camino y quizás, hasta recuperar el tiempo perdido. Lo único que no podemos permitirnos es olvidar.
Tenía 12 años cuando vi llorar al presidente López Portillo en cadena nacional y enjugarse sus lágrimas con el decreto de nacionalización de la banca; tenía 15, cuando escuché a Miguel de la Madrid declarar ante los medios, en septiembre de 1985, con una ciudad devastada como escenografía, que estábamos preparados para “atender la situación” y no necesitábamos ayuda externa; ¿Renovación moral de la sociedad? Tan solo una ironía.
Tenía 18 años cuando el sistema se cayó convenientemente para favorecer, una vez más, al candidato oficial del PRI; atravesaba los 21 cuando nos anunciaron que ya éramos del primer mundo; un país de primer mundo muy sui géneris donde había millones de pobres; tenía 23 cuando Salinas de Gortari reprivatizó la banca y en poco tiempo ya estaba en quiebra; tenía 25 cuando nos anunciaron que siempre no; que no éramos del primer mundo y debíamos darle la bienvenida a una nueva crisis y envidié la chamarra de cuero con piel de borrega que llevaba puesta el ex presidente Salinas de Gortari para iniciar su huelga de hambre, luego de haber empujado al hambre a millones de mexicanos.
A los 25 también desperté de una larga fantasía: la moneda mexicana no se llamaba peso, sino UDI. Rebasaba ya los treinta cuando sacamos al PRI de los Pinos sólo para construir una realidad alternativa, el paraíso de la inconsciencia llamado Foxilandia y ya instalado en los cuarenta me tocó ver el regreso del PRI a Los Pinos, luego de que durante 12 años, el PAN sólo calentó la silla presidencial. Hoy tengo 44 años y jamás me imaginé que el territorio nacional se convertiría en un cementerio con miles de tumbas sin nombre.
El país navega a la deriva, sin orden ni concierto. ¿En qué momento se jodió México?»

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